viernes, 31 de octubre de 2014

Antonio Susillo




Antonio Susillo Fernández (Sevilla, 1.855 – Sevilla, 1.896)
, nació en una casa de la Alameda de Hércules, entre las calles Relator y Peral. Hijo de comerciantes, Susillo poco interés sentía hacia los asuntos comerciales. Sin embargo, desde pequeño tuvo una especial inclinación hacia la escultura, pues sin que nadie le enseñara, modelaba figuras con barro que cogía del suelo a la puerta de su casa y solía acudir con frecuencia a ver cómo se desarrollaba el trabajo en una alfarería próxima a su domicilio.

Según cuenta la leyenda, estas pequeñas figurillas de barro llamaron la atención de la Duquesa de Montpensier que vio al muchacho realizándolas en plena calle. Asombrada por la valía del pequeño escultor, lo tomó bajo su tutela y le costeó sus primeros estudios.

Lo que parece más verosímil, no obstante, es que su talento artístico fue descubierto casualmente por el pintor José de la Vega Marrugal (1.827 – 1.896). A José de la Vega le llegaron noticias de que un joven de 18 años, sabía modelar figuras de barro; esto le llamó poderosamente la atención y quiso conocerlo. Al comprobar el talento del joven Susillo, le ofreció su estudio de pintor para componer sus figuras y convertirse en su maestro, enseñándole dibujo al natural, tratamiento del color y composición.

Posteriormente Antonio Susillo desarrolló y perfeccionó sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de París, y en Roma con una beca que le concedió el Ministerio de Fomento para la ampliación de sus estudios.

A su vuelta a Sevilla ya era un escultor de éxito que incluso había trabajado para el Zar Nicolás II, que mandó al príncipe Romualdo Giedroky en busca del afamado escultor para que realizara su retrato. Tanto gustó la obra de Susillo a Nicolás II que éste alquiló un taller en París para que Susillo pudiera desarrollar el encargo que le había realizado.

El Ayuntamiento de Sevilla fue su principal cliente en cuanto a monumentos públicos. De hecho, Susillo fue el primero en cultivar este género escultórico en la ciudad y a decir verdad, dejó el listón tan alto que pocos le han superado. Sólo hay que comparar sus obras con las que se levantan hoy en día en la ciudad para ver que, en la segunda mitad del siglo XIX, Susillo consiguió una calidad y una modernidad, que los escultores de hoy en día no tienen. Se le encargó la escultura de Velázquez que centra la Plaza del Duque (en aquel momento la plaza estaba rodeadada por palacios, un decorado mucho más monumental que el actual); la escultura de Daoiz que ocupa la Plaza de la Gavidia y el maravilloso Cristo de las Mieles, ubicado en la glorieta central del Cementerio de San Fernando y bajo cuyos pies reposan los restos del insigne escultor.

La infanta Maria Luisa de Montpensier volvió a cruzarse en el camino del artista encargándole en 1895 la serie de doce sevillanos ilustres que decoran la fachada este del palacio de San Telmo, entonces residencia de los duques. De las obras de Susillo que se conservan fuera de Sevilla hay que destacar el monumento a Cristóbal Colón en Valladolid.

La obra de Susillo destaca por su realismo y por el movimiento y la fuerza que imprime a sus esculturas. Influenciado por la escultura que se realizaba en aquel momento en París, Susillo concibe sus obras como monumento a la grandiosidad de los personajes representados. Pero no busca una grandiosidad irreal o artificial, sino que refleja la grandeza de su espíritu, apelando a la fuerza interior de cada personaje. Así, podemos ver como el retrato de Miguel Mañara que decora los Jardines de la Caridad refleja la humanidad y bondad del personaje, pero también a un hombre decidido y convencido de sus ideales, que dio su vida por los pobres y los necesitados. A Velázquez lo representa como a un genio, orgulloso de sí mismo pero consciente de sus limitaciones, por eso lo representa altivo, pero con gesto sereno, sabedor de su valía pero también de sus limitaciones como hombre. A Daoiz lo representa como a un héroe, orgulloso, pero con las idea claras, rostro sereno pero demostrando su fortaleza interior. Su Cristo de las Mieles es sencillamente magnífico, refleja al hombre que dio su vida por toda la Humanidad, pero antes que a un dios, representa a un hombre que está sufriendo como tal. Llama la atención en algunas figuras de Susillo la colocación de uno de los pies fuera del pedestal, como si la escultura quisiera salirse de su encorsetada ubicación, dando sensación de fuerza a las figuras y entablando una relación más directa con el público que la observa.

En 1.887, ganó la segunda medalla en la Exposición Nacional y la medalla de oro de la Exposición de Escritores y Artistas celebrada en Madrid, y en Sevilla le nombraron académico numerario de la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría.
Antonio Susillo consigue alcanzar un gran prestigio y se convierte en el artista de moda de la aristocracia. Sus esculturas vienen a engrosar las colecciones privadas de la duquesa de Denia, de los marqueses de Pickman, de la duquesa de Alba, de la condesa de Lebrija, del conde de Ybarra…

El Domingo de Ramos de 1.893, cuando el paso de palio de la Virgen de la Amargura hacía su entrada en los palcos de la plaza de San Francisco sufrió un grave incendio. No pudo evitarse que a la Virgen se le quemaran las manos y el rostro quedase muy dañado. San Juan Bautista también padeció los efectos del fuego. La Junta de Gobierno de la Hermandad le encargó la restauración de sus imágenes a Susillo, quien talló unas manos nuevas y restauró maravillosamente la cara. Fue la aportación del genial escultor a la imaginería de la Semana Santa sevillana.

A pesar de ser uno de los artistas de mayor éxito del siglo XIX, en su vida privada fue muy desdichado, por lo que llegó a suicidarse con tan solo 41 años de edad. El amor de su vida fue su primera mujer, Antonia Huertas Zapata. Se casaron en Sevilla cuando él contaba 23 años y ella 19. Fue un matrimonio joven y esperanzador, pero la fatalidad se ensañó con ellos cuando Antonia falleció al año y medio por una tuberculosis. La tragedia del prometedor Susillo no afectaría decisivamente a su trabajo, incesante desde el principio, pero su vida sentimental sería cortada de raíz desde muy temprano. A los 39 años se casó, en segundas nupcias, con María Luisa Huelín Sanz, una joven de 26 años con aires de grandeza que terminó por arruinar su vida. Su nueva esposa le impuso un ritmo de gastos desorbitados pretendíendo rivalizar con los adinerados clientes de su esposo en fiestas, viajes y lujos excesivos.

Antonio Susillo se hallaba sumido en una crisis depresiva y una aciaga mañana (21 de diciembre de 1.896) tomó la firme decisión de quitarse la vida. Fríamente, sacó la pistola que tenía de su estuche, la introdujo en uno de sus bolsillos y se puso a caminar con dirección a San Jerónimo. Al llegar a la altura del Departamento Anatómico del Hospital, se sentó sobre un montón de traviesas de madera que había junto a la vía del tren, sacó la pistola y metiéndose el cañón por debajo de la barbilla no dudó en apretar el gatillo y disparar el tiro que le causo una muerte instantánea.

Desde un tren que pasaba por aquel lugar, una pareja de la Guardia Civil presenció el trágico suceso; ordenaron detener inmediatamente el tren y salieron corriendo hasta el cuerpo, ya sin vida, de Antonio Susillo. Cuando el juez ordenó levantar el cadáver, se le hallaron en el bolsillo dos tarjetas escritas, una iba dirigida a su mujer que decía: “Perdóname, María de mi alma, me he convencido que mi trabajo no produce lo suficiente para ganarme la vida. Adiós, vida mía”.
La otra tarjeta estaba dirigida al juez: “Me mato yo, mi mujer Mará Luisa es mi única heredera. Antonio Susillo”.

Como Susillo se había suicidado, la Iglesia se mostró inflexible y hubo que enterrarlo en el Cementerio de Disidentes o Civil, que estaba justo al lado del de San Fernando. Allí permanecieron sus restos durante 44 años. En el año 1.940, tras las gestiones del Alcalde de Sevilla, Eduardo Luca de Tena, ante las autoridades eclesiásticas, Antonio Susillo fue enterrado a los pies de su Cristo de las Mieles.

Como dato curioso añadir que la última vez que estuvo en Sevilla el escultor Mariano Benlliure, realizó, en colaboración con Susillo, un relieve del señor Rodríguez de la Borbolla. La obra se llevo a cabo de forma bastante original. Su realización tan solo duró 35 minutos, y de cinco en cinco la dejaba Benlliure para que la continuara Susillo, y así sucesivamente hasta que quedó terminado el retrato. Lo más admirable era que tanto el uno como el otro artista interpretaban perfectamente el pensamiento del otro, pareciendo una obra salida de la misma mano.

martes, 14 de octubre de 2014

Velázquez y Las Meninas



Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, pintor barroco español, nació en Sevilla en 1599. A los once años inicia su aprendizaje en el taller de Francisco Pacheco donde permanecerá hasta 1617, cuando ya es pintor independiente. Al año siguiente, con 19 años, se casa con Juana Pacheco, hija de su maestro, hecho habitual en aquella época, con quien tendrá dos hijas. Entre 1617 y 1623 se desarrolla la etapa sevillana, caracterizada por el estilo tenebrista, influenciado por Caravaggio, destacando como obras El Aguador de Sevilla o La Adoración de los Magos. Durante estos primeros años obtiene bastante éxito con su pintura, lo que le permite adquirir dos casas destinadas a alquiler.

En 1623 se traslada a Madrid donde obtiene el título de Pintor del Rey Felipe IV, gran amante de la pintura. A partir de ese momento, empieza su ascenso en la Corte española, realizando interesantes retratos del rey y su famoso cuadro Los Borrachos. Tras ponerse en contacto con Peter Paul Rubens, durante la estancia de éste en Madrid, en 1629 viaja a Italia, donde realizará su segundo aprendizaje al estudiar las obras de Tiziano, Tintoretto, Miguel Ángel, Rafael y Leonardo. En Italia pinta La Fragua de Vulcano y La Túnica de José, regresando a Madrid dos años después. La década de 1630 es de gran importancia para el pintor, que recibe interesantes encargos para el Palacio del Buen Retiro como Las Lanzas o los retratos ecuestres, y para la Torre de la Parada, como los retratos de caza. Su pintura se hace más colorista destacando sus excelentes retratos, el de Martínez Montañés o La Dama del Abanico, obras mitológicas como La Venus del Espejo o escenas religiosas como el Cristo Crucificado.

Paralelamente a la carrera de pintor, Velázquez desarrollará una importante labor como cortesano, obteniendo varios cargos: Ayudante de Cámara y Aposentador Mayor de Palacio. Esta carrera cortesana le restará tiempo a su faceta de pintor, lo que motiva que su producción artística sea, desgraciadamente, más limitada. En 1649 hace su segundo viaje a Italia, donde demuestra sus excelentes cualidades pictóricas, triunfando ante el papa Inocencio X, al que hace un excelente retrato, y toda la Corte romana. Regresa en 1651 a Madrid con obras de arte compradas para Felipe IV.

Estos últimos años de la vida del pintor estarán marcados por su obsesión de conseguir el hábito de la Orden de Santiago, que suponía el ennoblecimiento de su familia, por lo que pinta muy poco, destacando Las Hilanderas y Las Meninas. La famosa cruz que exhibe en este cuadro la obtendrá en 1659. Tras participar en la organización de la entrega de la infanta María Teresa de Austria al rey Luis XIV de Francia para que se unieran en matrimonio, Velázquez muere en Madrid el 6 de agosto de 1660, a la edad de 61 años.


Las Meninas (1656) de Diego de Velázquez es la obra cumbre de la pintura española, y una de las pinturas más importantes del arte universal. Es probablemente el cuadro más comentado, discutido, analizado e imitado de la historia.

El cuadro representa una escena diaria en la vida de palacio en la época de Felipe IV. En la composición podemos ver a la Infanta Margarita en el centro, acompañada por su damas (Meninas), a Doña Marcela de Ulloa que habla con Diego Ruíz Azcona, al propio Velázquez pintando, en la parte posterior aparece, en una puerta, José Nieto Velázquez y en la pared del fondo hay un espejo donde se ven reflejados los monarcas Felipe IV y Mariana de Austria.

En esta pintura Velázquez muestra en todo su esplendor su maestría en el manejo del claroscuro y de la luz. Los puntos de luz iluminan a los personajes estableciendo un orden en la composición. La luz que ilumina la estancia desde el lado derecho del cuadro centra la mirada del espectador en el grupo principal, y la puerta abierta del fondo, con el personaje a contraluz, es el punto de fuga de la perspectiva.

El espejo donde está el reflejo de los monarcas es una pieza clave, porque ese espejo transforma al espectador en parte integrante del cuadro, de la composición. Los reyes están esbozados con pinceladas rápidas, así el reflejo es el reflejo del espectador.

Pero muchos críticos se preguntan cuál es el sentido real del cuadro, qué significa esta escena. Hay dos teorías:

La primera viene a decir que en esta escena Velázquez está haciendo un retrato de los reyes, que están posando y por eso están reflejados en el espejo. En ese momento la infanta Margarita, personaje principal de la obra, ha entrado en la sala con sus damas para ver el trabajo del pintor.

La segunda teoría es contraria. Según esta serían los reyes los que han irrumpido en la sala. No podemos saber qué está pintando Velázquez. La infanta está mirando al niño que juega con el perro mientras una de las damas le está sirviendo agua. La llegada de los reyes no ha sido notada por todos, y poco a poco se van dando cuenta de su presencia y van girando las cabezas hacia los monarcas. Incluso una de las meninas, la que está situada detrás de la Infanta, ha comenzado a hacer una reverencia. La Infanta acaba de darse cuenta de que sus padres están en la sala, su cabeza está dirigida hacia el niño que juega con el perro, mientras que sus ojos ya están dirigidos hacia los reyes. Todo el cuadro está en movimiento.

Hay que añadir que la composición sigue perfectamente lo que se conoce como La Espiral de Durero, que partiría del pecho de la infanta y terminaría en la lámpara que está situada sobre Velázquez.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Fray Bartolomé de las Casas



Bartolomé de las Casas nació en la colación de San Salvador, en el centro de Sevilla, en una familia de panaderos, quizá de ascendencia judeoconversa y probablemente en 1484. Su andadura americana se inicia cuando en 1493 su padre fue a las Indias en el segundo viaje de Cristóbal Colón, con cuya familia se mantendría siempre muy relacionado el propio Bartolomé. En 1502 padre e hijo se integran en la expedición de Nicolás de Ovando, nuevo gobernador de la Española, y participan en la conquista de los cacicazgos orientales de la isla, que se habían alzado contra el poder colonial. A Bartolomé le movía, en esos momentos, un afán de riquezas, sed de aventuras y nuevas experiencias propias de un espíritu inquieto, pues en estas fechas sus intereses eran más bien económicos que religiosos.

En 1.506 regresó a Sevilla, donde recibió las órdenes sagradas menores al sacerdocio. En 1.507 viajó a Roma, donde completó su formación humanística y religiosa, ordenándose como presbítero. Regresa a la Española, donde dice la primera misa nueva de América y continúa con sus explotaciones, que pronto abandona para seguir a su amigo Diego Velázquez a la conquista de Cuba, allí será capellán de la compañía de Pánfilo de Narváez (1512-1514). Obtuvo por ello un repartimiento de indios en Canarreo, cerca de Trinidad, pero renunció al mismo el día15 de agosto de 1.514, día de la Asunción, a la edad de treinta años, pronunciando un sermón en el cual renunció a sus repartimientos públicamente.

Comienza entonces su lucha en defensa de los indios, compaginando desde este primer momento la integridad moral, la habilidad política y la osadía que siempre distinguirán sus actuaciones, a través de las diversas fases de su vida y obra: viaja a España y va a ver a Fernando el Católico para leerle un memorial sobre lo que estaba sucediendo en Cuba, primero de la larga serie de escritos de denuncias y de remedios con que azotará la corte durante toda su vida, pero los resultados fueron adversos a sus peticiones.

A la muerte del rey se entrevista con los regentes Cisneros y Adriano de Utrech y les dirige el Memorial de remedios para las Indias de 1516, un plan de reforma basado en la explotación agrícola por parte de labradores castellanos e indios libres. Por primera vez, y desde luego no la última, se concebía para América el plan de un mundo ideal que incluía minuciosos detalles sobre el establecimiento y regimiento de pueblos nuevos, con modos de producción capaces de asegurar la subsistencia de la comunidad y el pago de beneficios a la corona. La mera explotación del indio quedaba substituida por un período de evangelización e instrucción en técnicas agrícolas europeas, y por la fusión de las razas que resultaría de la convivencia. Este y otros dos proyectos más fracasaron.

Termina así su fase de promotor de empresas utópicas, con un profundo desengaño que le lleva a hacerse fraile dominico y recluirse en Santo Domingo, de donde saldrá para fundar el convento de su orden en Puerto Plata. Es quizá el período más sosegado de su vida, sin viajes transatlánticos ni intervención directa en los asuntos de Indias, y por lo mismo el más importante de su formación intelectual: estudia leyes y teología, y mantiene una creciente correspondencia con la corte y con amigos de España, siempre sobre asuntos relacionados con la defensa de los indios. A estas actividades añade entonces una de las que con más justicia le han hecho célebre: la de historiador; en Puerto Plata y hacia 1527 emprende una ambiciosa Historia de las Indias.

A finales de 1.534, fray Bartolomé y otros tres dominicos emprendieron un viaje al Perú para trabajar en defensa de los indios y fortalecer también las actividades de su orden. Una serie de dificultades impidió a Las casas llegar hasta su destino. En lugar de ello estuvo en Panamá, Nicaragua y México. En 1.536 viajó hasta Guatemala, en donde residió poco menos de dos años. Allí escribió una de sus obras más importantes: “Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión”. Intentó un nuevo plan de colonización, donde obtuvo un relativo éxito.

Volvió de nuevo a España en 1.540. Esta vez entró por Lisboa, y allí tuvo lugar otra de sus «conversiones»: los dominicos que le alojan en el convento de São Domingos le transmiten su preocupación por la trata de esclavos negros, para entonces más pujante que la de los indios. Lo que allí aprende sobre la captura de esclavos en las costas de Guinea le hace convertirse en enemigo de cualquier esclavitud, y en su Historia de las Indias no dejará de confesar con amargura el error de sus propuestas de veinte años antes. En Valladolid visitó al rey Carlos I. Éste, atendiendo a las demandas de Las Casas y a las nuevas ideas del derecho de gentes difundidas por Francisco de Vitoria, convocó el Consejo de Indias.

Como consecuencia de lo que se discutió, se promulgaron el 20 de noviembre de 1.542 las Leyes Nuevas. En ellas se prohibía la esclavitud de los indios y se ordenaba que todos quedaran libres de los encomenderos y fueran puestos bajo la protección directa de la Corona. Se disponía además que, en lo concerniente a la penetración en tierras hasta entonces no exploradas, debían participar siempre dos religiosos, que vigilarían que los contactos con los indios se llevaran a cabo en forma pacífica.
A Las Casas se le ofreció el obispado de Cuzco (Perú), muy importante en aquel momento, pero no aceptó, aunque sí aceptó el obispado de Chiapas (México) en 1.543, con el encargo de poner en práctica sus teorías. Residió allí durante dos años, para regresar definitivamente a España en 1.547.
En 1552, hizo su última gran aparición en público, al mandar imprimir en Sevilla su colección de Tratados, opúsculos de diverso contenido escritos en años anteriores: unos destinados a servir de guía a los misioneros, otros dirigidos a los gobernantes que en aquellos días habían de decidir si se reemprendían las guerras de conquista, interrumpidas desde el debate con Sepúlveda.

Aun viajando mucho, desde su regreso de Chiapas residía principalmente en Valladolid, primero en el convento de San Pablo, luego en el contiguo colegio de San Gregorio, desde donde continuó su actividad en pro de los indios americanos, escribiendo sin cesar epístolas y memoriales, obras jurídicas (De Thesauris) e históricas: le da a la Historia de las Indias la configuración en que hoy la conocemos, añadiéndole abundantes materiales extraídos de la biblioteca de Hernando Colón y de otras fuentes, y le desglosa las noticias de historia natural para constituir con ellos la monumental Apologética historia sumaria, obra con que inaugura la moderna antropología cultural. Se puede añadir además que la Historia de Indias, de las Casas, es el primer tratado de derechos humanos de la historia

Vive sus últimos años en el convento de Atocha de Madrid, donde muere el 18 de julio de 1566. Por decisión testamentaria, sus papeles deben quedarse en el colegio de San Gregorio de Valladolid y no ser leídos por extraños ni publicados hasta pasados cuarenta años de su muerte, cláusula que se cumplió sólo en parte, pues en 1571 Felipe II ordenó trasladar al Escorial todo el acervo lascasiano y ponerlo a disposición y cuidado de su cronista oficial, Antonio de Velasco. De este modo, su obra de historiador empezaba a marcar el camino a historiadores posteriores, aun sin ser publicada hasta 1874.