lunes, 11 de agosto de 2014

Antonio María Esquivel



Antonio María Esquivel y Suárez de Urbina.  (Sevilla, 1806-Madrid, 1857). Pintor español. Es común valorarle como el pintor más representativo y fecundo del romanticismo hispalense y uno de los más destacados de su época en España. Su vida, entre el orto y el ocaso, constituye un verdadero alegato romántico: nacido en familia de noble linaje, no obstante, se cría y crece en ambiente precario al morir su padre como héroe de Bailén; huérfano y pobre, pues, su madre se esfuerza para que aprenda en la Academia de Bellas Artes; con diecisiete años, se alista en defensa de la Constitución contra la causa absolutista del duque de Angulema; más tarde, en Sevilla, pasa apuros económicos, defendiéndose «a fuerza de vigilias y tareas» (El Museo Universal). Se casa con Antonia Ribas y necesita trabajar más, por lo que decide marchar en 1831 a la Villa y Corte acompañado de su paisano, colega y amigo Gutiérrez de la Vega.
Comienzan entonces para Esquivel tiempos de esplendor que debe cimentar con la obtención de premios y honores. Académico de mérito de la Real de San Fernando (1832), es nombrado colaborador artístico de El Siglo XIX y El Panorama y forma parte del flamante Liceo Artístico y Literario (1837).
Al año siguiente, cuando todo le iba bien, regresa a la luminosa Sevilla, en la que, paradójicamente, poco después, pierde la vista. Pese a la desesperanza, que casi le lleva a un fatal desenlace romántico, se intentó suicidar arrojándose al río Guadalquivir, no se arredra y, gracias a la generosidad de muchos, se cura en 1840. Al año siguiente, vuelve a Madrid en olor de multitud, en donde terminará sus días llevando a cabo, con moral segura y mirada altruista, una ingente labor artística.
A tal plenitud vital corresponde no menor fecundidad y vigor artísticos. Como académico erudito, impartió clases en la Academia madrileña, lo que le llevó como preceptista a publicar en 1848 su Tratado de anatomía pictórica, y poco antes dos monografías (José Elbo y Herrera el Viejo. El artista, 1847). También cultivó la crítica de arte, que él mismo soportó.

Como pintor se identifica plenamente con la era isabelina o romántica, mediante el sentimiento y la corrección estética de su obra. Su estilo, basado en un cierto eclecticismo que algunos califican de «templado», se caracteriza por un equilibrio técnico entre la corrección del dibujo y las calidades cromáticas. Su diversidad temática, por otra parte, le sitúa como nostálgico de los tiempos barrocos.
El retrato es esencial y definitorio en la obra de Esquivel, cuyo mérito, además del artístico, estriba en ilustrar la sociedad de su tiempo con valores históricos y afectivos. Comprometido con un género muy demandado, abordó numerosos ejemplares individuales, algunos en miniatura, de personajes prominentes en las sociedades madrileña y sevillana, así como diversos autorretratos, uno en el Museo del Prado.
También realizó dos magníficos colectivos que nos hacen recordar los retratos corporativos barrocos holandeses: Ventura de la Vega leyendo una obra a los actores del Teatro Príncipe (1846, Prado) y Los poetas contemporáneos. Una lectura de Zorrilla en el estudio del pintor (1846, Prado). El asunto religioso, soslayado en general en la pintura decimonónica, renace con Esquivel como continuador murillesco en la escuela hispalense.
No obstante, su interés se muestra algo tibio y artificioso, alejado del fervor que suscitaba en otros tiempos. Son numerosos los ejemplos dentro de este género: desde su primigenia Virgen del Rosario (1835), hasta su postrero Cristo de Quitapesares (1857). El cuadro de historia tiene en el pintor sevillano un carácter muy personal, literario y teatral, fruto del ambiente y formación románticos que vivió. Tal vez la obra más representativa de su estilo y técnica en este género sea La campana de Huesca (1850, Museo de Bellas Artes de Sevilla). También abordó, aunque en menor número pero con talento y éxito, otros dos géneros; académico uno, popular otro. El primero es el mitológico, por entonces olvidado, que interesó al pintor por el estudio del desnudo, la anatomía y el modelo, una de cuyas obras más representativas es El nacimiento de Venus (1838). El segundo, la pintura costumbrista, en boga por entonces en Sevilla y Madrid, le proporcionó medios para sobrevivir. Se trata de lienzos, como el titulado Joven quitándose la liga (1842), y de dibujos y acuarelas, como los reunidos en el Álbum romántico (1830-1850).


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